Sistema bipolar en el transcurrir de la historia
La bipolaridad se ha caracterizado a lo largo de la historia por su tendencia destructiva la cual se vivió en casos como Atenas y Esparta y Roma y Cartago donde el poder para matar de las dos ciudades justificaba la lógica del sistema; en términos generales se evidencia la presencia de esta en el sistema contemporáneo, sin embargo, la disuasión nuclear ha obligado a los países a actuar con extrema cautela. Bajo esta perspectiva, Kenneth Waltz argumenta que el mundo bipolar de la guerra fría, es decir, el contexto estratégico donde hay dos actores preponderantes con hegemonía nuclear dentro de sus áreas de influencia, es más pacífico y estable que un sistema multipolar, porque las superpotencias controlan y someten a su liderazgo los intereses de los Estados bajo su hegemonía. Waltz argumenta que la expansión de las armas nucleares reduce el peligro de la guerra, porque los poseedores de dicho poder pueden ser disuadidos a usarlo. (En Halliday y Rosenberg, 1998: 374).
Sin embargo Deutsch y Singer cuestionan esta tesis dada por Waltz realizando un despliegue de datos cuantitativos mediante los cuales se proponen demostrar que cuanto más se aleja un sistema desde la bipolaridad hacia la multipolaridad, éste se vuelve más estable y, por lo tanto, más conducente hacia la paz.
Argumentan que la más grande amenaza a la estabilidad en el sistema internacional proviene de la escasez de socios alternativos y que cuando el número de participantes en el sistema se incrementa esto atraerá más estabilidad a dicho sistema (Deutsch y Singer, 1964: 390, 394, 399).
Surgimiento del multipolarismo
Durante los últimos veinte años una serie de factores han modificado el orden internacional, dando paso a lo que los teóricos de las relaciones internacionales han llamado multipolarismo lo cual será analizado a continuación a partir del decaimiento de Estados Unidos como potencia hegemónica de los últimos años.
No es necesario subrayar que, de hecho, las grandes potencias han determinado en última instancia el destino de la sociedad internacional. La historia política internacional es fundamentalmente historia de las grandes potencias. El brillo de su protagonismo deslumbró en particular a Leopold von Ranke: siendo la historia para él esencialmente historia política, y sus actores, los Estados nacionales, “pensamientos de Dios”, la minoría dirigente de este mundo de Estados encarnaba, a sus ojos, la quintaesencia de los valores humanos. Pero no olvidemos que este papel brillante ha tenido a menudo como precio la angustia de caídas y de bruscos desastres, cuando no de melancólicos y nostálgicos ocasos. Las fluctuaciones del destino no son una exclusiva de los Estados pequeños y medianos, son también el atributo de los grandes.
En la doctrina, a la exaltación del poder que, desde los legistas chinos y el Artha-Sástra de Sanakya, más conocido como Cautilya (“el Tortuoso”), en la antigua India, conduce, a través de Tucídides, hasta Maquiavelo y Nietzsche, hace eco una tradición tan constante, aunque menos vistosa, que, ya presente en el “Viejo Maestro”, Lao-Tse, y más cerca de nosotros, en San Agustín, se despliega en Montesquieu y Rousseau, en Heeren, Sismondi y Jacobo Burckhardt: la apología del pequeño Estado de hecho la humanidad es acreedora a algunos de sus prototipos históricos, de los más altos valores de civilización (recordemos aquí tan sólo, ciñéndonos al mundo moderno, lo que las artes y las letras deben a Florencia y Weimar; la libertad intelectual, a los Países Bajos; las tareas humanitarias, a Suiza).
Es sabido que a raíz de la disolución de la sociedad medieval, en los orígenes del sistema moderno de Estados, emerge como primera potencia principal España, que bajo Carlos V y Felipe II ejerce una preponderancia iniciada con su unión al Imperio, pero que se mantendrá bajo los Austrias hasta la segunda mitad del siglo XVII. Siguieron Francia, a partir del reinado de Luis XIII, e Inglaterra, cuyo auge prepara la derrota de la Armada española bajo Isabel I; y junto a ellas, durante algún tiempo, Portugal, Suecia y las Provincias Unidas.
Figura 1. Leopold I de Habsburg.
Fuente: By Unknown - Leopold I of Habsburg. http://germanhistorydocs.ghi-dc.org/sub_image.cfm?image_id=2660, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=19411171
Una gran potencia sui generis fue la Casa de Austria, incluso después de la división de los dominios de Carlos V, tomando el relevo, ya desde el reinado de Leopoldo I, Austria como tal, que en 1867 se convertiría en Austria-Hungría. El grupo de las grandes potencias adquiere una notable estabilidad tras la ascensión de Rusia y de Prusia y el desdibujamiento de España en el siglo XVIII, pues resistirá la tormenta de las guerras de la Revolución Francesa y del Imperio napoleónico. Terminadas éstas, y vuelta Francia al redil, se instauró la pentarquía, compuesta por Francia, Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia. Este sistema sólo fue alterado por las dos grandes revoluciones políticas del siglo XIX: la unificación de Alemania (1871), que como tal ocupa el lugar de Prusia bajo la dirección de ésta, y la unificación de Italia, considerada como gran potencia hacia 1867, pero sobre todo a partir de 1880. Hacia el final de este mismo siglo XIX, y a principios del XX, se agregan a dichas potencias dos no europeas: Estados Unidos y Japón. La primera guerra mundial sólo dio lugar a un eclipse momentáneo de Alemania y de Rusia, convertida en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922, mientras Austria desaparecía definitivamente como gran potencia.
El cambio provocado por la segunda guerra mundial ha sido mucho más profundo. Cabe hablar, a nuestro juicio, de una crisis de las grandes potencias tradicionales. Como consecuencia de su derrota, ni Italia, ni Japón gozan de una situación privilegiada en el Consejo de Seguridad de la ONU, mientras que Alemania, dividida, no podría llegar a ser miembro de la Organización hasta la serie de acuerdos que consagran el status quo surgido de la guerra y de la existencia de dos Estados Alemanes. Por el contrario, China se encuentra entre los cinco miembros permanentes. Junto a la ascensión de China, el intento de la India por desempeñar un papel creciente en Asia es el hecho nuevo más destacable en este punto. Algo parecido cabría decir respecto del Canadá, en un plano más general. Pero en realidad, existe una crisis del concepto mismo de gran potencia, teniendo en cuenta la aparición de lo que se ha convenido en llamar “superpotencias”, de carácter más bien imperial que estatal: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Figura 2. Segunda Guerra Mundial.
Fuente: By Segunda guerra mundial equipo 3 (Own work) (2014) Segunda Guerra Mundial [CC BY-SA 4.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)], via Wikimedia Commons
Los esfuerzos dirigidos a fortalecer la Unión Europea, tanto en el plano político como en el económico, aparecen como un sucedáneo para remediar la disminución del potencial de los Estados europeos considerados individualmente. Si Gran Bretaña vino gozando, gracias a la Commonwealth, de una situación peculiar, intermedia, no pudo mantenerse en ella, lo cual explica la actitud ambigua que hasta hace poco fue la suya frente al movimiento de integración europea. Independientemente de su posición en las Naciones Unidas, o fuera de ellas, Japón y la Alemania Federal vuelven a desempeñar un papel mayor, debido a su recobrada pujanza económica, que no puede dejar de capitalizarse políticamente. Unido este resurgir, al equilibrio que se ha establecido entre las superpotencias en materia de armamentos atómicos (“equilibrio del terror”), se vislumbra el fin de la bipolaridad de los años de la posguerra.
Esta crisis debe ser considerada en el marco de la evolución de conjunto del sistema mundial de Estados que ya hemos descrito. Es un reflejo de la nueva medida de las dimensiones del poder a raíz de esta evolución. Un atento observador del mundo de las grandes potencias, a las que consagró una obra que alcanzó numerosas reediciones, el politólogo sueco Rodolfo Kjellén, escribía ya, después de la primera guerra mundial, que los Estados que en una perspectiva europea parecían grandes, se reducen, considerados a escala mundial. “Evidentemente -añadía- el fenómeno de la gran potencia del siglo XIX correspondía, bajo más de un aspecto, a un período de transición que en lo relativo a la masa y a los elementos propios no se había adaptado aún completamente a las exigencias más amplias de la situación planetaria”.
Condición de potencia
Contrariamente a lo que ocurría en el mundo de los Estados soberanos, la condición de gran potencia no implica necesariamente un reconocimiento específico. La gran potencia acaba imponiéndose por su propio peso, y se la invita a cooperar con las demás porque no sería posible obtener resultados duraderos sin ella. Se da aquí la más rigurosa aplicación que cabe del principio de efectividad. Con todo, la calidad de gran potencia puede mantenerse durante algún tiempo, en virtud del prestigio adquirido, cuando su base es ya menos real. En cambio, la efectividad de los factores de la potencia debe ser más acentuada al principio, dado que los grandes suelen mostrarse poco inclinados a admitir a otros a su lado; lo cual trae consigo que los recién llegados tengan generalmente una entrada en escena brusca, cuando no espectacular (caso, por ejemplo, de Rusia bajo Pedro el Grande, de Prusia bajo Federico II, de Japón con su victoria sobre la Rusia zarista en 1905).
En cierto sentido, sin embargo, cabe hablar de un reconocimiento de gran potencia, cuando competencias de especial envergadura son atribuidas expresamente a ciertos Estados por el derecho internacional. Se ha llegado incluso a afirmar que existen dos nociones de gran potencia: la gran potencia de iure y la gran potencia de facto. Nuestras consideraciones hasta el momento han girado en torno a esta última. Desde el punto de vista jurídico, la gran potencia será entonces “un Estado cuya situación en el conjunto del derecho internacional positivo es preponderante”, y esta preponderancia se reconoce en la influencia que el Estado en cuestión ejerce tanto sobre la creación como sobre el contenido del derecho internacional. Acabamos de comprobar implícitamente que puede haber una disociación entre grandes potencias de hecho y grandes potencias de derecho. Pero es inherente a la naturaleza de la gran potencia el acabar siéndolo de derecho si lo es de hecho. Pues sin ella, ninguna regulaci6n general de las relaciones públicas internacionales es viable. De ahí que Lord Cranborne, al tratar de la universalidad de la Sociedad de Naciones, viniese a distinguir los “Estados esenciales” y los demás, siendo los primeros, “aquellos sin cuya participación ningún plan de cooperación internacional podría producir los resultados deseados”, los que aseguran propiamente la universalidad.
En definitiva, “lo que constituye la esencia de la gran potencia es la capacidad para tomar parte activamente en la política mundial”. Las grandes potencias son las únicas que se aproximan al ideal de la soberanía si se la concibe como independencia absoluta de todo aquello que no sea la propia voluntad estatal, y decimos “se aproximan”, ya que hasta la fecha ni siquiera la mayor de las potencias ha sido plenamente soberana en este sentido.
El grupo de las grandes potencias, cambiante pero, como tal, permanente, ha asumido funciones de gobierno internacional: primero de una manera difusa y discontinuo, mediante acciones más o menos concertadas o paralelas, generalmente en forma de alianzas; pero luego, sobre todo después del Congreso de Viena, bajo la forma de una acción común ya prevista en el Tratado de Chaumont (20 de noviembre de 1815). Las grandes potencias tienen la pretensión de representar la sociedad internacional en su conjunto. Es lo que M. Bourquin ha denominado la “vocación directorial” de las grandes potencias, o del Concierto europeo o Concierto de las potencias, según la expresión consagrada, que encierra la idea de una entidad propia.
En el Congreso de Viena se afirmó el principio de que ciertos cometidos político-internacionales correspondían a la sociedad de las grandes potencias, y sólo a ella, pero en cuanto tal sociedad, y no a una o a varias potencias en particular. Con ello, el principio tradicional del equilibrio de fuerzas se convirtió en el de un equilibrio de las grandes potencias, en función del cual se fueron ordenando los sistemas de equilibrios particulares o regionales.
Figura 3. Congreso de Berlin, 13 Julio de 1878.
Fuente: By Anton von Werner - First uploaded to de.wikipedia by de:Benutzer:APPER., (1881) Congress of Berlin, 13 July 1878. Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=588573
Esta dirección conjunta de la sociedad internacional por las grandes potencias adquirió la forma de una hegemonía colectiva y se realizó a través de una serie de congresos. El sistema de los congresos, característico de la hegemonía colectiva de las grandes potencias, florece de 1815 a 1884-85 (Congreso de Berlín sobre África), señalando el Congreso de Berlín de 1878 relativo a los Balcanes la culminación del mismo y a la vez el comienzo de su ocaso.
Sistema de congresos
Desde 1818, fecha del Congreso de Aquisgrán, que inicia la puesta en marcha del sistema proyectado en Chaumont y en Viena, con la admisión de Francia en la pentarquía, hasta 1914, hubo alrededor de veinte Congresos y Conferencias importantes. En un primer momento, la finalidad primordial perseguida fue la oposición a las ideas liberales y nacionales (Congresos de Troppau, 1820; de Laibach, 1821; de Verona, 1822); pero no se consiguió mantenerla eficazmente, ante el ímpetu de las mismas y la actitud reticente de Gran Bretaña. Tampoco se logró conservar incólume el status quo de Viena tanto en el orden territorial como en el de la legitimidad dinástica (secesión de Bélgica y sustitución de los Borbones por los Orléans en Francia, en 1830). Y es bien sabido que no hubo intervenci6n en las colonias españolas de América, por oponerse a ella los Estados Unidos, apoyados por Gran Bretaña.
Donde mayor resultado dio el sistema de los congresos en el período que consideramos, fue en la cuestión de los Balcanes y el Próximo Oriente (la llamada “cuestión de Oriente”). No se consiguió con todo impedir las guerras (“guerra de Crimea”, 1853-55; guerra ruso-turca de 1877; consiguientes congresos en París, 1856, y Berlín, 1878), aunque por lo menos se evit6 que degenerasen en guerras generales.
Un éxito de especial importancia del sistema de los congresos, que merece ser destacado, fue el que se obtuvo en la Conferencia de Londres sobre Luxemburgo (1867), en la que se estableció la neutralidad del Gran Ducado. El sistema de congresos del Concierto de las potencias hubo de sucumbir finalmente, a consecuencia de las rivalidades más profundas propias del período que los historiadores suelen denominar período del imperialismo, que va de la Conferencia de Berlín de 1878 a la guerra de 1914-1918. Frente al mínimo de cohesión que había caracterizado la fase anterior, resultan ahora las divergencias más acusadas que las coincidencias. Las grandes potencias europeas se dividen en dos bloques hostiles, cuyo antagonismo provocará la primera guerra mundial (llamada entonces “guerra europea”) y la debilitación final de todas ellas.
Al término de aquella primera contienda asistimos al mismo fenómeno que se había producido a raíz de las guerras napoleónicas. En 1919, asumen la dirección de los asuntos mundiales las Principales Potencias Aliadas y Asociadas, que en la conferencia de la paz constituyeron el Consejo Supremo.
Su papel determinante en la elaboración de los tratados de paz recuerda el precedente de Viena y se justificó invocando los sacrificios por la causa común, mayores absolutamente (aunque tal vez no relativamente) por parte de las grandes potencias. Pero ahora, el objeto de su gobierno era el mundo en toda su amplitud: de ahí la intervención de los Estados Unidos y del Japón (si bien éste se mantenía apartado en las cuestiones que no le afectaban directamente). Como en Viena, la principal potencia vencida fue luego incorporada al gremio de los vencedores, con el propósito de garantizar mejor la permanencia del nuevo orden, y en reconocimiento del hecho de que seguía siendo un factor de poder de primera magnitud.
Algo idéntico se produjo al finalizar la segunda guerra mundial, dentro del cambio de circunstancias a que anteriormente nos hemos referido. Los Grandes de la coalición victoriosa se presentaron al mundo como gestores del interés común de la humanidad (conferencias de Teherán, 1943; de Yalta y de Potsdam, enero y julio de 1945). En el comunicado de la Conferencia de Yalta pudo leerse que la reunión había fortalecido la decisión de los participantes de continuar e intensificar en la paz futura la unidad de objetivos y de actuación que hiciera posible la victoria. Pero esta vez, el programa de cooperación ulterior resistió menos tiempo la prueba de la falta de aglutinante de un enemigo común, y naufragó en la división del mundo y la “guerra fría”, que paulatinamente se transformaría en “coexistencia pacífica” y, a partir de 1972, en colaboración entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Figura 4. Cumbre de Yalta.
Fuente: Unkown. (1945) Yalta summit 1945 with Churchill, Roosevelt, Stalin. The source web page include the following caption: Photo #: USA C-543 (Color), Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=52377
En el espacio de una generación ha habido, por consiguiente, dos directorios de las grandes potencias, de los que uno de sus más perspicaces conocedores ha escrito que “en su estructura, su funcionamiento y su destino, aparecen como herederos del Concierto europeo”.
Desde el punto de vista del gobierno de la sociedad internacional, las grandes potencias son aquellas que se ven afectadas por todas las cuestiones que en cualquier sector y aspecto del mundo interestatal se susciten, aunque no participen en ellas directamente.
Son las potencias con intereses generales, que se contraponen a las potencias con intereses particulares o limitados, las pequeñas potencias. La expresión “puissance á intérets généraux”, más eufemística y “antiguo régimen” que “puissance de premier ordre”, y no digamos que “Grande” a secas de la terminología actual, de sabor pragmático en su elemental brutalidad, se remonta también al período vienés de la diplomacia clásica: aparece en efecto en las instrucciones de Luis XVIII a la representación de Francia en el Congreso de Viena (procedentes por cierto de su propio destinatario, Talleyrand), y es manejada en los congresos a lo largo del siglo XIX. Fue oficialmente consagrada, asimismo, en la Conferencia de París de 1919. En ella, los Etats a intéréts limités llegaron a constituir, en ocasiones, un comité propio, junto al Consejo Supremo, abierto sólo a los Estados con intereses generales.
Pues bien, la generalidad de los intereses de las grandes potencias justifica cabalmente la competencia especial que se atribuyen, a saber: la facultad de regular los intereses comunes de la sociedad internacional, que hoy es sociedad mundial. A esta competencia general se contrapone la competencia particular de las potencias menores, relativa a sus asuntos propios.
Pero aquí el principio jerárquico del gobierno de las grandes potencias choca con el principio paritario de la igualdad jurídica de los Estados soberanos. Porque las grandes potencias, jurídicamente, eran y son Estados soberanos como los restantes. Y el principio de la igualdad jurídica de todos impone que no se pueda disponer de los interesados sin su consentimiento. Esto se llevó a cabo, asociando a las pequeñas potencias a las decisiones de las cuestiones que las atañen. También la formulación de este principio se remonta a Talleyrand. Y fue elevado a la categoría de principio del “derecho público europeo” en el Congreso de Aquisgrán, en cuyo protocolo final se comunicaba a todas las cortes el propósito de la Pentarquía de asumir la tutela del mundo europeo. Los miembros de la Pentarquía declaran: “... 4°) que, en el caso de que tales reuniones tuvieren por objeto asuntos especialmente relacionados con los intereses de los demás Estados de Europa, sólo tendrán lugar a consecuencia de una invitación formal por parte de los Estados afectados por dichos asuntos, y bajo la reserva expresa de su derecho a participar en ellas directamente o por medio de sus plenipotenciarios...”.
Claro está que no siempre se respetó a la letra este principio. Por otra parte, las grandes potencias han tenido medios indirectos de presión para obtener un consentimiento formal de los interesados. En muchos casos, el derecho de participación activa de las potencias menores quedó reducido a un simple derecho de iniciativa.
El principio de la participación de todo Estado interesado en un asunto que le atañe, está consignado en el Pacto de la Sociedad de Naciones (art. 4., ap. 4.) y en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (art. 31). A la vista de los textos, observa atinadamente Bourquin la identidad de la idea que en ellos plasma con la del Protocolo de Aquisgrán, y si las modalidades difieren, “no es en el Protocolo de 1818 donde -a su juicio- se muestran [las grandes potencias] menos preocupadas de los intereses tomados en consideración”.
La hegemonía
Esto nos conduce para terminar, a considerar el fenómeno típico del gobierno de la sociedad internacional por las grandes potencias, ya sea éste de facto o de iure, ejercido de forma individual o más o menos colectivamente (“sistema de congresos” del Concierto de las Potencias): la hegemonía.
En un estudio fundamental de este fenómeno, hasta entonces más propio de los historiadores que de los sociólogos (en sus formas típicas), por no hablar de los juristas, H. Tríepel (Die Hegemonie, Stuttgart, 1938) lo caracterizó certeramente como situado a medio camino entre la simple influencia y la dominación (Herrschaft).
En la hegemonía, hay un reconocimiento de la posición particular del Estado hegemónico por parte del Estado dirigido. Siempre asoma la tentación de convertir la hegemonía en dominación (Roma, Napoleón, Piamonte-Cerdeña): nos encontramos entonces con lo que Triepel denomina “hegemonía de absorción”. Pero una mayor madurez de los pueblos hace que, a su juicio, la dominación tienda a ser reemplazada por la hegemonía (incluso en el caso en que resulte posible la dominación), en virtud de la “ley de la fuerza decrecientes (Gesetz der abnehmenden Gewalt), de la que habla Friedrich von Wieser en su sociología del poder (Das Gesetz der Macht, 1926). Interviene, por otra parte, el reconocimiento de una superioridad axiológica, por lo demás variable: es necesario que por lo menos en un valor políticamente relevante haya superioridad del Estado hegemónico.
Una cuestión de especial interés es la de saber qué influencia tiene la homogeneidad o la heterogeneidad de los diversos Estados para el establecimiento de una hegemonía. De las investigaciones de Tríepel se deduce que, en el seno de cualquier grupo, la aparición de un caudillaje, un leadership, es tanto más difícil cuanto más marcada sea su diferenciación; lo cual explicaría la dificultad que siempre se ha opuesto a una hegemonía duradera en Europa.
No menos interesantes son las conclusiones que cabe sacar en lo que se refiere a las relaciones entre la hegemonía y el derecho. La hegemonía puede ser institucional, es decir legalizada, o simplemente de hecho. Esta última no es menos importante, pues en realidad, la hegemonía se da siempre en función de una superioridad actuante. Pero sí el derecho puede ser un medio para dar mayor autoridad a una hegemonía, es también, por el contrario, un medio para impedir el establecimiento de una hegemonía: es el caso, por ejemplo, de los tratados que limitan la capacidad de acción de los pequeños Estados o los neutralizan, impidiéndoles, por consiguiente, vincularse excesivamente a otro más poderoso.
Figura 5. Principio del equilibrio de fuerzas.
El desarrollo de la organización internacional no hace sino acentuar este papel del derecho. Hasta entonces, era la aplicación del principio del equilibrio de fuerzas (balance of power) la que había permitido poner coto a las tentativas hegemónicas de una potencia o de un grupo de potencias.
Teniendo en cuenta el carácter precario de la organización internacional a escala mundial, es probable que este principio esté aún llamado a seguir cumpliendo esta tarea, si bien las unidades en cuestión vengan a ser cada vez más conjuntos regionales o grupos basados en afinidades ideológicas o culturales. Habría, sin embargo, bastante que decir sobre las relaciones entre el principio hegemónico y el principio del equilibrio. Sin excluirse el uno al otro se desarrollan en planos diferentes. Si el equilibrio ha sido con frecuencia un arma de los Estados pequeños y medianos contra las aspiraciones hegemónicas de uno mayor, ha sido también a su vez un instrumento por el que potencias que ejercen una hegemonía regional se han impuesto límites recíprocamente, como en el caso tan característico de las “zonas de influencias”.
Al término de estas consideraciones no creemos sobrepasar los límites de una perspectiva sociológica que excluya los juicios de valor (que aquí corresponden a la filosofía jurídica y social), indicando que en la realidad internacional grandes potencias, potencias medias y pequeños Estados se complementan. No son creaciones arbitrarias, sino el producto de una historia varias veces milenarias. Queramos o no, las grandes potencias tienen una responsabilidad mayor. Lo único que puede legitimar su acción, es que ésta se ponga al servicio del bien común de toda la humanidad.
Los demás Estados, si se inspiran también en estos intereses generales, pueden, con su unión, contrarrestar en una medida que no debe ser subestimada el peso de los mayores; y ello tanto más cuanto los organismos internacionales (en primer término, la Asamblea General de la ONU), les ofrecen nuevas posibilidades. Se ha subrayado a menudo que la promoción de los valores culturales y éticos es una tarea para la cual parecen especialmente preparados los pequeños Estados por estar menos expuestos que los grandes a las tentaciones del poder. Pero a la inversa, las dimensiones reducidas de un Estado no garantizan por sí solas que éste actuará siempre según los imperativos de la justicia. Esto es aún más evidente en el caso de los Estados medianos. En el mundo de los Estados como en el de los individuos, lo que parece virtud es a veces tan sólo necesidad, falta de ocasión o de posibilidades. En los pequeños Estados y los Estados medianos hay cabida, como en los grandes, pero en los límite modestos que impone su situación, para lo que los griegos, que fue ron tantas veces su víctima, llamaron la hybris, la desmesura.
Fuera de esta hipótesis, los Estados pequeños y medianos están naturalmente llamados a promover con todas sus fuerzas la organización internacional, dado que ésta es para ellos en principio su más eficaz salvaguardia.
Así pues, las grandes potencias y los pequeños Estados tiene trazados de antemano sus caminos, que son complementarios. Un gran apologista del pequeño Estado lo ha reconocido muy objetivamente. Sus palabras nos parecen la conclusión más adecuada a las consideraciones que anteceden: “El gran Estado existe en la historia para el cumplimiento de amplios objetivos exteriores, para la conservación y protección de ciertas civilizaciones que de otra forma perecerían, para la promoción de los sectores pasivos de la población que, abandonados a sí mismos como pequeños Estados, se marchitarían para el desarrollo de las grandes fuerzas colectivas. El pequeño Estado existe para que haya en el mundo un rincón en el que la mayor proporción posible de los súbditos sean ciudadanos en el sentido pleno del término. Pues el pequeño Estado no tiene otra cosa que la libertad efectiva y real por la cual compensa plenamente en el plano ideal las enormes ventajas del gran Estado,incluso su poder.
