Derecho internacional de descolonización
Es cierto que la Conferencia de San Francisco no había considerado la abolición inmediata del régimen colonial. La referencia al principio del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos fue interpretada entonces de diferentes maneras y, sobre todo, en una óptica muy diversa en cuanto a sus plazos de aplicación. El resultado fue la transacción de la que salieron los capítulos XI (Declaración relativa a los territorios no autónomos) y XII (Régimen internacional de administración fiduciaria) de la Carta.
Pero no por ello el principio en cuestión heredado de las revoluciones americana y francesa, en la situación creada por la guerra y el nuevo papel dominante de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, dejaba de tener en sí una virtualidad que no había conocido desde los tiempos de las reivindicaciones de las nacionalidades y de las minorías nacionales oprimidas o fragmentadas, en la Europa del siglo XIX. Y ello tanto más cuanto que ahora su área de aplicación alcanzaría, en el campo colonial, un sector que hasta entonces (si se hace abstracción del modesto precedente del régimen de mandatos en el marco de la Sociedad de Naciones) había permanecido en la sombra a este respecto.
Es imposible no subrayar la importancia del artículo 73 de la Carta, en la medida en que estipula que los Miembros de las Naciones Unidas “que tengan o asuman la responsabilidad de administrar territorios cuyos pueblos no hayan alcanzado todavía la plenitud del gobierno propio reconocen el principio de que los intereses de los habitantes de esos territorios están por encima de todo”, y que con este fin, se obligan entre otras cosas (parágrafo. b), “a desarrollar el gobierno propio, a tener debidamente en cuenta las aspiraciones políticas de los pueblos, y a ayudarlos en el desenvolvimiento progresivo de sus libres instituciones políticas”, y asimismo (parágrafo. e) a transmitir regularmente al Secretario General los informes relativos a las condiciones económicas, sociales y educativas de los territorios por los cuales son respectivamente responsables, aparte los demás deberes que implica el régimen de administración fiduciaria.
Tras el impulso así dado por la Carta en el contexto de las condiciones de la posguerra, cuando la Asamblea General, una vez adoptada la Declaración universal de derechos humanos (1948), emprendió la elaboración de los proyectos de pactos que debían hacerla efectiva, adoptó, bajo la influencia de los Estados afroasiáticos, a cuya cabeza se colocó Arabia Saudita, la resolución del 16 de diciembre de 1952, según la cual el derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos es una condición previa para el disfrute de cualquier otro derecho.
Una etapa decisiva de esta evolución fue la decimoquinta sesión (1960), en el curso de la cual tuvo lugar el ingreso en la Organización de dieciséis Estados africanos recientemente promovidos a la independencia. El 14 de diciembre de 1960, la Asamblea General, tras haber tomado nota del apasionado deseo de libertad que anima a todos los pueblos que aún no se gobiernan por sí mismos, del carácter irresistible e irreversible del proceso de su liberación, y de la necesidad de poner fin rápida e incondicionalmente al colonialismo en todas sus formas y manifestaciones, declaraba que el régimen colonial implica la negación de los derechos fundamentales del hombre y se opone a la Carta de las Naciones Unidas, ya que todos los pueblos tienen el derecho de disponer de ellos mismos, sin que la falta de preparación en el campo político, económico o educativo pueda servir de pretexto para retrasar su independencia y de esta forma perpetuar el estatuto colonial; y exigía, tanto en los territorios bajo administración fiduciaria como en los territorios no autónomos, y en general en todos aquellos que aún no han accedido a la independencia, la aplicación de medidas inmediatas para transferir la plenitud del poder a los pueblos de estos territorios, sin ninguna condición o reserva, de acuerdo con su voluntad libremente expresada: tal es, en lo esencial, el contenido de la resolución 1514 (XV), que ha podido ser considerada como la más trascendental que la Asamblea haya adoptado. En lo sucesivo, estos principios han sido reafirmados en diversas ocasiones por la Asamblea General y confirmados por el Consejo de Seguridad.
Conciencia jurídica de la humanidad contemporánea. Nuevos Estados afroasiáticos en la evolución del derecho internacional.
No es éste el lugar para precisar el alcance jurídico exacto que, desde el punto de vista formal y positivo, presentan las “recomendaciones” que son de la competencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Pero es evidente que no puede subestimarse su valor material en tanto que base de un derecho internacional nuevo. Adoptadas por cuasi unanimidad, e independientemente del hecho de que el Consejo de Seguridad las haya confirmado parcialmente, las resoluciones de la Asamblea en materia de descolonización son, por decirlo así, el reflejo de la conciencia jurídica de la humanidad contemporánea en esta materia. ¿Cómo podía ser de otra forma, si consideramos que la tendencia a la emancipación del mundo colonial es, como la promoción del mundo del trabajo y la participación cada vez más efectiva de la mujer en la vida pública, uno de los fenómenos característicos de nuestra época, uno de los “signos de los tiempos”, según los términos del Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris?
Figura 1. Asamblea General de las Naciones Unidas.
Fuente: De Basil D Soufi - Trabajo propio, (2011) United Nations General Assembly Hall .CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=15465435
En el seno de la Organización de las Naciones Unidas, como fuera de este marco, la presencia de los nuevos Estados afroasiáticos se ha dejado sentir en la evolución del derecho internacional.
El primer problema que se les plantea es evidentemente el de la actitud a adoptar frente al derecho internacional general preexistente. Estos Estados no pertenecen a la tradición cultural de la que aquél nació. Por otra parte, habían sido, en tanto que pueblos colonizados o mediatizados, ora objetos pasivos, ora sujetos con un estatuto inferior. No debemos sorprendernos, en estas condiciones, de que manifiesten cierta tendencia a aceptarlo sólo en parte. Un problema análogo se había planteado, por otra parte, inmediatamente después de la Revolución rusa de octubre, al no admitir la Unión Soviética los principios del derecho internacional anterior que se oponían al nuevo orden que se proponía establecer.
Cabe incluso observar que, dada la situación creada por la segunda guerra mundial y el predominio de Estados Unidos y de la Unión Soviética, las poblaciones de los nuevos Estados se han beneficiado del principio de autodeterminación de los pueblos en una medida que acaso hubieran deseado no pocas de territorios europeos y euroasiáticos, de haber sido consultadas, y que en todo caso la cláusula correspondiente de la Carta del Atlántico no ha sido tenida en cuenta en la liquidación de la segunda guerra mundial.
Antes bien, por explicable que ello resulte, el hecho es que, al igual que el principio de legitimidad dinástica en el Antiguo Régimen y el de las nacionalidades entre las dos guerras mundiales, el principio de autodeterminación se ha visto asimismo limitado en su aplicación por la efectividad de posiciones adquiridas, en función de una “política de poder” que no cambia de carácter por el adjetivo que adopte quien la ejerce.
En el fondo, es un caso particular, pero a escala mundial y en un grado máximo, de la readaptación constante del derecho, cuya tendencia es estática, a una realidad social que es dinámica. Esta readaptación, como es sabido, resulta especialmente difícil en la sociedad internacional, dada la insuficiencia de su organización y particularmente la falta de un órgano legislativo como el que actúa en la sociedad interna (todo el problema del peaceful change). Y todavía lo es más en la sociedad internacional actual, cuya rapidez de transformación se ha acelerado.
Así se explica que los Estados afroasiáticos reconozcan el carácter obligatorio de los tratados por ellos firmados, pero no necesariamente el de aquellos que firmaron en su nombre las potencias coloniales, o que les fueron impuestos sobre una base de desigualdad. En lo concerniente al derecho internacional consuetudinario, sólo lo admiten en la medida en que no se opone a su independencia económica. Sienten especialmente fuertes prevenciones con respecto a los “principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas” de que habla el artículo 28 del Estatuto del Tribunal Internacional de Justicia. No obstante, conviene señalar que su desconfianza con respecto al Tribunal y al derecho que debe aplicar no les ha impedido someterse a su jurisdicción o incluso tomar la iniciativa de acudir a él.
Figura 2. Conferencia de las Naciones Unidas.
Fuente: Unknown (1945) UnitedNationsconference Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1631423
Pero es un hecho que ahora los Estados afroasiáticos participan cada vez más en el desarrollo del derecho internacional. Algunos Estados afroasiáticos intervinieron en la creación de la Organización de las Naciones Unidas, en tanto que un número relativamente alto de Estados europeos no se incorporaron a ella, por diversas razones, hasta más tarde; y todos ellos, desde la adquisición de su independencia, han solicitado ser admitidos. Sólo se retiró hasta ahora Indonesia, y por breve tiempo.
En las Naciones Unidas los nuevos Estados han intervenido no solamente en materia de descolonización (con patente energía), sino también en el campo del derecho del espacio exterior, desde sus comienzos. Una de sus más vehementes y legítimas aspiraciones fue recogida en la importante Resolución 1803 (XVII) del 14 de diciembre de 1962, relativa al derecho de los pueblos y de las naciones a la soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos nacionales. Han tomado parte en las conferencias de las Naciones Unidas para la codificación y desarrollo del derecho del mar (Ginebra, 1958 y 1960) y en las que tuvieron por objeto las relaciones diplomáticas (Viena, 1960), las relaciones consulares (Viena, 1963) y el derecho de los tratados (Viena, 1969).
Representación de los Estados afroasiáticos
También ha sido reforzada la representación de los Estados afroasiáticos en los diferentes órganos de las Naciones Unidas. Así sucedió en el Tribunal Internacional de justicia, con ocasión de la renovación de ciertos jueces, a partir de 1963.
Asimismo, en la Comisión de Derecho Internacional el número de miembros fue elevado de 15 a 21, y después a 25, con el fin de permitir una presencia más efectiva de los Estados en cuestión. Una preocupación parecida llevó, finalmente, a la reforma de los artículos 23, 27 y 61 de la Carta, adoptada por la Asamblea General el 17 de diciembre de 1963 y que reviste peculiar importancia: no sólo ha elevado el número de miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de 6 a 10, y el de los miembros del Consejo Económico y Social de 18 a 27; sino que se ha estipulado además una distribución de puestos más favorable que en el pasado para los Estados africanos y asiáticos.
En lo que podríamos denominar el sector privado de la vida internacional, no es menos significativo de la situación actual que el Instituto de Derecho Internacional decidiera, en la sesión de Salzburgo (1961), elevar el número de sus asociados de 60 a 72, reservando los nuevos 12 puestos para los juristas de los países aún no representados en el Instituto.
Era natural que tanto en el campo del derecho como en el plano político, la actitud de los Estados afroasiáticos se manifestase con particular nitidez con motivo de sus relaciones recíprocas, ya que aquí el margen de libertad de que disponen para enunciar sus ideales e intentar traducirlos en la realidad es mayor.
A este respecto, corresponde una especial importancia al preámbulo del tratado de Pekín, de 29 de abril de 1954, entre la República de la India y la República Popular de China, relativo al Tíbet. En efecto, contiene los célebres “cinco puntos” o “cinco principios” sobre los cuales las dos grandes potencias de Asia pretenden apoyarse.
Los principios que invoca el acuerdo en cuestión son los siguientes:
- Respeto recíproco de la integridad territorial y de la soberanía de cada uno.
- No agresión recíproca.
- No injerencia recíproca en los asuntos internos de uno y otro.
- Igualdad y provecho mutuo.
- Coexistencia pacífica.
Si es preciso constatar que los cuatro primeros son principios generales del derecho internacional preexistente, no sería ecuánime olvidar que habían sido escasamente aplicados (sobre todo el cuarto) con respecto precisamente a los pueblos afroasiáticos, y ésta es sin duda la razón por la cual son invocados con tanta solemnidad en esta ocasión. Por lo demás, tampoco habían sido aplicados siempre con respecto a ciertos Estados latinoamericanos e incluso a los pequeños Estados europeos. La referencia al “provecho mutuo” responde al temor de un neocolonialismo económico susceptible de suceder al colonialismo político. El quinto principio, por su parte, encierra la noción del respeto mutuo entre sistemas económicos y sociales que viven el uno junto al otro. Se expresa así lo que en la doctrina soviética más reciente del derecho internacional, y cuales quiera que sean sus precedentes o incluso su origen, ha llegado a ser, ya (en sentido estricto, como aquí) un principio fundamental, ya (en un sentido más amplio) un conjunto de principios fundamentales del derecho internacional, tal y como lo exigiría nuestro mundo de Estados, mundo de colaboración y de competición.
Sistemas propios de conferencias
A semejanza de los Estados europeos, y después de los Estados americanos, los Estados de Asia y de África han instaurado su propio sistema de conferencias. Estas son frecuentemente comunes a los dos continentes; pero pueden también reducirse a uno sólo. Las conferencias de los Estados árabes constituyen en cierta manera un puente entre uno y otro.
En el comienzo de esta evolución, tras una serie de encuentros que hicieron madurar el proyecto, se destaca la conferencia afroasiática de Bandung (18-24 de abril de 1955), que reunió a veintinueve países independientes, representando el 55% de la población mundial.
La conferencia de Bandung dio testimonio de la toma de conciencia de los Estados de Asia y de África promocionados a la independencia total, más allá de sus diversidades que pese a todo son numerosas, frente a una nueva tarea a cumplir en el destino humano, particularmente en lo concerniente a la abolición del régimen colonial. En este orden de ideas la conferencia de Bandung preparó la acción anticolonialista del grupo afroasiático en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Formuló, en la declaración final, una serie de principios que en general repiten los de la Carta de las Naciones Unidas y los del preámbulo del tratado chino-indio de 1954. No obstante, hay un punto, el 6 a), que prohíbe la conclusión de pactos de seguridad colectiva destinados a servir los intereses particulares de una gran potencia, sea cual sea, y que va más allá de las estipulaciones de la Carta y del derecho internacional común.
Este principio expresa una voluntad de no-alineamiento o no compromiso que, por otra parte, no excluye una preferencia ideológica hacia el Oeste o hacia el Este. De esta voluntad, que por otra parte, sufre excepciones, procede la expresión “Tercer Mundo” para designar a este conjunto de países. Se trata de un neutralismo que converge con el de algunos otros Estados de Europa y de América Latina, como ha podido verse en las conferencias de países no-alineados que se han sucedido desde la inicial de Belgrado (4-6 de septiembre de 1961).
En el plano institucional, las organizaciones regionales de los Estados afroasiáticos tienen una base territorial más restringida. A la Liga Árabe, fundada en 1945 por el tratado de El Cairo del 22 de marzo, ha venido a añadirse especialmente la Organización de la Unidad Africana, cuya carta fue adoptada en Addis-Abeba el 25 de mayo de 1963. Recoge los principios de las declaraciones afroasiáticas anteriores e invoca los de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración universal de los derechos del hombre. Pero se encuentra en ella, además de la condena general del colonialismo (preámbulo y artículo 2/1 d), el deber de los Estados miembros de consagrarse sin reserva a la causa de la emancipación total de los territorios africanos que aún no son independientes (artículo 3/6).
Figura 3. Bandera de la liga árabe.
Fuente: Por Flad - Obra do próprio, (2208) Flag of the Arab League. Domínio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=5644208
Finalmente, no cabe silenciar esta modalidad peculiar de conferencias constituida por las “conferencias de solidaridad de los pueblos” de Asia y de África, a las que se unen frecuentemente representantes de los países latinoamericanos, e incluso europeos, y que relevan a las de los Estados como tales. Indudablemente, no carecen de precedentes (en particular, en un contexto reivindicativo análogo, el de las conferencias paneslavas de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, y el de las conferencias panafricanas anteriores a la emancipación política de los pueblos africanos colonizados). Su frecuencia y su importancia ponen de manifiesto la fluidez del mundo afroasiático, con sus irredentismos, sus luchas por la independencia, y también con sus contradicciones internas.
No se salvan de esta fluidez los mismos Estados afroasiáticos en su estructura interna y en sus relaciones exteriores. Dejando aparte la hostilidad hacia el régimen colonial, la comunidad de objetivos no carece de quiebras, e incluso allí donde existe ha sido erosionada por las divergencias de opiniones con respecto a los medios aplicables y por la atracción que, pese a su voluntad de no-alineamiento (que, además, no es general), ejercen sobre ellos el Oeste o el Este, sin contar con el impacto del antagonismo chino-soviético como factor nuevo. Un determinado número de dichos Estados forman igualmente parte de organizaciones regionales y de sistemas de alianzas con los Estados occidentales. Como antaño los Estados americanos, los Estados afroasiáticos de hoy, nuevos o antiguos, conocen rivalidades que es preciso calificar de “clásicas” y que, en ocasiones, degeneran en conflictos armados. De tal manera, que ni los principios del tratado chino-indio de 1954 ni los de Bandung han permitido resolver el problema de Cachemira entre la Unión India y Pakistán o impedido que, con este motivo, estallasen las hostilidades, como igualmente ocurrió entre China y la India con ocasión de la fijación de sus fronteras, en 1962.
Lo mismo acontece en lo tocante a los problemas de minorías que se plantean en muchos de estos Estados. Recordemos tan sólo los de Biafra en Nigeria y del Pakistán oriental, que dieron lugar a sendas y cruentas guerras civiles, la segunda de las cuales, en la que intervino la Unión India, desembocó en la secesión y la creación del nuevo Estado de Bangladesh. Tanto en Asia o en el mundo árabe como en el seno de la Organización de la Unidad Africana, las diferencias no son menores que en el antiguo sistema europeo de Estados o, más tarde, en el Concierto europeo. A lo que hay que añadir, en gran número de ellos, una inestabilidad interna que no deja de recordar aquella otra de la que el mundo latinoamericano ofrece tantos ejemplos.
Figura 4. Miembros de la Organización de la Unidad Africana por fechas.
Fuente: By Nobelium (2010) Organisation of African unity [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons
Volvemos a encontrarnos, pues, y más allá de la discontinuidad, con una continuidad en relación con lo que podríamos denominar “el derecho internacional de siempre”, es decir, el derecho internacional tal y como ha sido tradicionalmente y como está condenado a seguir siendo (aunque con el freno, hoy día, del “equilibrio del terror” entre los grandes debido a las armas nucleares) mientras se limite a ser un orden de coexistencia entre Estados soberanos como tales, sin superarse a sí mismo en una organización supranacional dinámica y efectiva a la vez.
El resultado ha sido una disminución sensible del peso específico del Tercer Mundo en los asuntos mundiales, ilustrada por el hecho de que la conferencia convocada en Argel para conmemorar, a los diez años, la de Bandung, tuviese que aplazar sus trabajos ante la imposibilidad de encontrar la base mínima para una labor eficaz, hasta la crisis de la energía (singularmente del petróleo) y en general de las materias primas, en los últimos meses de 1973.
No obstante, ¿sería justo no considerar que, pese a su inestabilidad y sus rivalidades, o incluso gracias a ellas en parte, la presencia de los nuevos Estados en el escenario internacional debería contribuir poderosamente por sí misma a una evolución en este sentido?
La respuesta dependerá de la medida en que tales Estados quieran ser realmente “nuevos”.
Pérdida de la homogeneidad en la sociedad internacional
Ya hemos llamado la atención sobre el hecho de que la sociedad internacional ha perdido en homogeneidad lo que ha ganado en cuanto a extensión y en cuanto al número de sus componentes. Ahora bien, entre los factores de diversidad, el más característico de nuestro mundo es sin duda alguna el grado de desarrollo económico y social, que está en función del grado de industrialización y en última instancia del nivel del progreso intelectual y tecnológico.
La división de la humanidad en países industriales y ricos, comúnmente llamados desarrollados, y países pobres, “subdesarrollados” o en vía de desarrollo, que recorta la división en bloques ideológicos y alianzas, se manifiesta en nuestros días como la más decisiva, juntamente con la que resulta del ritmo del desarrollo, en cuanto a la situación real de los Estados en la sociedad internacional. Pues bien, el mayor número de los nuevos Estados forma parte del mundo subdesarrollado. El mundo desarrollado no representa tan siquiera un tercio de la humanidad. Y es sabido que tanto por el juego de las fuerzas económicas como por el índice de crecimiento demográfico, por una y otra parte, la proporción tiende a aumentar la distancia que les separa.
Ello explica que, atenuado el papel del anticolonialismo como aglutinante esencial de los países afroasiáticos y latinoamericanos, sea la lucha por el desarrollo, que implica la “liberación económica”, el resorte más eficaz de una acción concertada del “Tercer Mundo”. Puede decirse que a esta acción se ha debido fundamentalmente la creación de la Conferencia de las Naciones Unidas para el comercio y el desarrollo (UNCTAD), reunida en 1964 y 1968.
Figura 5. UNCTAD III en Santiago de Chile.
Fuente: De UNCTAD - UNCTAD III, Santiago (1972), CC BY-SA 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=44383308
Esta heterogeneidad contrasta con una interdependencia creciente de los pueblos, que se materializa en una mayor coordinación de los intereses comunes y, más todavía, en un proceso de institucionalización y de integración que ha conducido al fenómeno de las organizaciones internacionales de todo tipo -mundiales, regionales, generales, funcionales, etc. Se trata de lo que el papa Juan XXIII ha llamado la “socialización” que en nuestros días se desarrolla a escala mundial debido a la incapacidad en que se encuentran desde ahora los Estados de resolver por sí mismos los problemas cada vez más complejos que plantea el mundo contemporáneo.
Esta evolución tiene como consecuencia el poner de manifiesto cada día con mayor claridad la insuficiencia del antiguo derecho internacional, fundamentalmente individualista, y la necesidad de un nuevo derecho internacional que, para estar a la altura de su tarea, no puede ser más que social.
En suma, se trata de instaurar en el plano internacional el equivalente de lo que, más allá del “Estado del bienestar” (Wellfare State), representa la noción, más amplia y rica desde el punto de vista espiritual, del “Estado social de derecho” (Sozialer Rechtsstaat, según la conocida fórmula alemana). La noción de justicia social, todavía más concreta en sus exigencias que la misma justicia distributiva -cuyo débil peso en el derecho internacional, orientado prácticamente hacia la satisfacción de la justicia conmutativa, individualista por naturaleza, señalara Erich Kaufmann entre las dos guerras mundiales - será, pues, llamada a revestir una importancia cada vez mayor en la vida internacional.
Desde este punto de vista, las consideraciones de las encíclicas Mater et magistra (15 de mayo de 1961) y Pacem in terris (11 de abril de 1 963) de Juan XXIII y la Populorum progressio de Pablo VI (23 de mayo de 1967) son un claro “signo de los tiempos”. Si por consiguiente el derecho internacional clásico era esencialmente un orden de justicia conmutativa, el derecho internacional actual ha de serlo de Justicia social.
De todas formas, es de subrayar que la Pacem in terris, tras considerar en su parte III las tradicionales “relaciones entre las comunidades políticas”, se ocupe expresamente, en la parte IV, de las “relaciones de los individuos y de las comunidades políticas con la comunidad mundial”. Con ello, revela la intuición profunda de un orden internacional que desde ahora ya trasciende el orden internacional clásico y cuya noción de base es la de un “bien común universal” que postula, por definición, “unos poderes públicos capaces de actuar eficazmente en el plano internacional”.
No hay ni que decir que el derecho internacional no podrá enfrentarse con las nuevas exigencias de nuestra época y sobre todo del futuro que se esboza, sin transformarse en lo que, por otra parte, ya comienza a ser: en un derecho mundial, ya se le llame con este nombre (K. Tanaka, B.V.A. Róling), ya se le designe como “derecho transnacional” (transnational law) con P. C. Jessup, o como “derecho común de la humanidad” (common law ol mankind) con C. W. Jenks. Son fórmulas que, en un contexto inédito, enlazan con la idea de una civitas maxima que actualmente se inscribe en los hechos, rejuveneciendo la noción de Weltbürgerrecht o ius cosmopoliticum de Kant, y más allá, en cierta medida, con la idea de ius gentium en su sentido tradicional, anterior al ius inter gentes, y que ya Georges Scelle tratara de restaurar.
