La época de la pizarra

"La época de la pizarra, la tiza y el tablero, cayó por los despeñaderos de la memoria hace muy poco. Ahora, con una tableta, cualquiera tiene el mundo verdaderamente entre las manos. El planeta, siendo el mismo, se ha reducido a unos límites casi ridículos. Desde cualquier lugar sabemos lo que en ese instante está ocurriendo en el otro lado de esta esfera loca que es nuestra Madre Tierra, a la que continuamos destruyendo sistemáticamente.

Al perderse la noción de parcelas (los países no eran otra cosa que parcelas más grandes, o más pequeñas), cambiaron la técnica, la tecnología, las ciencias, el concepto de personas, el valor de la vida y el sentido de la muerte. No se han superado los defectos que nos aquejan como seres humanos, en el sentido de que siguen existiendo las guerras, las envidias, las desigualdades sociales, las dictaduras y los dictadores. Continúan asfixiándonos las fronteras cuando ya no tienen sentido, y la violencia religiosa y política sigue cobrando víctimas en los cuatro puntos cardinales. Hemos aprendido a comunicarnos en un segundo, pero no aprendimos a entendernos.

En esta encrucijada de la historia, cuando se llega a pensar que la mejor solución sería el fin del mundo, asunto que se viene pronosticando desde que el hombre existe, la educación es quizás la última carta de navegación que nos queda. La educación, vista como apertura hacia el otro, como entrega generosa al prójimo, como tolerancia con las diferencias cada vez mayores, como convivencia que consiste en compartir un pan, una idea, una madrugada. La educación como camino y horizonte, como abrazo y esperanza, como la mano que nos guía en las tinieblas, como la voz que canta con nosotros en los vericuetos de la soledad.

Antes, la educación y la vida estaban confinadas dentro de unos límites: los de una región, los de un país, los de una ideología, los de una disciplina determinada. Ahora, la educación es universal. No se puede mentir sobre los avances del conocimiento, hay que compartirlos, ponerlos al alcance de todos, procurar la comprensión de lo que ha ido descubriendo la humanidad en su paso veloz hacia no sabemos dónde. La educación, que fue local durante siglos, ahora precisa,-como ya lo dijimos antes y como estamos tratando de hacerlo-, ciudadanos del mundo. Las distancias, hace apenas un par de siglos, eran casi insalvables; los viajes requerían esfuerzos, tiempo, sacrificios, más tiempo. Ahora las distancias casi no existen. La Tierra ya no tiene esquinas que mantengan alejados a sus habitantes, sino senderos múltiples que los acercan. Pero sin que sea fácil explicar por qué, no hemos sido capaces de comprenderlo. Y miramos a nuestros vecinos, a nuestros semejantes, no con amistad sino con desconfianza; el común denominador no es la alegría de compartir el mundo, sino el miedo avaro y estéril de perderlo.

El reto de la educación es superar las diferencias y propiciar la tolerancia: de credos, de políticas, de formas de vivir y de amar. Pero seguimos aferrados a una idea y no queremos reconocer que existen los cambios, que el panorama del conocimiento se transforma, que lo que hoy se considera válido puede ser cuestionado mañana. Y nos empeñamos en defender sin razones un punto de vista, para no aceptar el de los otros, porque esto equivaldría (lo pensamos equivocadamente) a una derrota.

Así que la educación es la encargada de abrirnos los ojos en este nuevo mundo sorprendente y pequeño; de darnos voz cuando el odio nos deje sin palabras; de propiciar gobiernos que piensen en sus gobernados por encima de sus intereses particulares; de dosificar el vino amargo del poder. La educación tiene que hacernos mejores seres humanos, porque de lo contrario carece de sentido. Personas que no le den la espalda al dolor ajeno, que respeten la Tierra de donde nacimos, que entiendan que –como siempre se predica pero rara vez se aplica- su libertad termina donde empieza la libertad del otro, que al tiempo con las matemáticas aprendan las cátedras de la paz y de la fraternidad. La educación para el amor, en el amor, hacia el amor, es la carta de salvación que nos va quedando. Y es la última."[1]


[1]Morales, H. (2008). Cátedra Neogranadina. Universidad Militar Nueva Granada, Repositorio Institucional UMNG. Páginas 12 y 13. Recuperado de: http://repository.unimilitar.edu.co/handle/10654/10612