En el ejercicio de la libertad existen elecciones que son libres y otras que no lo son. No podemos pensar que la libertad humana es ilimitada o absoluta. Cuando se elige entre un número limitado de opciones, esta elección no es libre; es decir, teníamos solo una opción para elegir no había otra alternativa, ahí no hay libertad.
Por ejemplo, no hay libertad, por falta de opciones cuando unos ladrones asaltan con arma blanca a un transeúnte, que elige entre aceptar sus exigencias o sufrir las consecuencias de negarse.
Otro aspecto que debemos tener claro es cuando se pueden tener muchas opciones o posibilidades al momento de elegir, pero ¿Qué ganamos con ello, si no las conocemos? Esto significa que para que haya libertad es necesario conocer las opciones que se tienen para poder elegir. No es libre quien escoge entre posibilidades cuyas consecuencias no conoce. Toda acción conlleva una consecuencia, la elección entraña también una consecuencia que se debe asumir para que sea auténtica libertad.
El conocimiento de nuestras opciones es esencial en una elección libre. Con ello, no estamos afirmando que la libertad se empobrece, ya que la libertad no es una cosa o un título de propiedad que aumenta cuantitativamente, es ante todo una capacidad y una actitud.
En este sentido, es poseer y no ser poseído, que sería esclavitud. En realidad libertad es autoposesión, poseerme a mí mismo. Por ella, como personas reafirmamos su autonomía frente a un sin número de posibilidades reales en las que se encuentra al momento de elegir. Como es una capacidad humana que tiene que ver con la autonomía, ella se acrecienta mediante el conocimiento y la superación de los obstáculos con los que nos encontramos al momento de elegir.
Por ello, la libertad supone un ejercicio de razón en donde la pregunta sería ¿Cuáles son las razones que tenemos para llevar a cabo esta u otra elección? De ahí el compromiso que se tiene consigo mismo y con los demás, además de la capacidad de renuncia de otras opciones que no se eligieron.
La libertad, entendida como una capacidad de la naturaleza humana, constituye parte esencial del ser humano, en el que hay un espacio interior, la interioridad o intimidad como suele denominarse que nada ni nadie puede poseer si uno no quiere, es el lugar interior del cual solo cada persona puede disponer, ya que se constituye en el ámbito sagrado inalienable, en el cual yo me encuentro a disposición de mí mismo.
Es un poseerse en el origen, ser dueño de uno mismo y, por tanto, de las propias acciones. Nunca podrán obligarme a amar u odiar a nadie: en ese espacio interior no es posible la coacción.
Esta libertad interior es el fundamento de la dignidad de la persona y la base de los derechos humanos, pues de ella brotan la libertad de expresión, el derecho a la libre discusión en la búsqueda de la verdad, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a vivir según las propias convicciones y la propia conciencia, o el derecho a seguir el propio proyecto vital o vocación.
Esta libertad es la que hace que nos entendamos como un proyecto, la que hace posible forjar un proyecto de vida. Ser libre es poseerse. Yo no soy libre de tener una determinada constitución biológica o psicológica, pero sí soy libre para asumirla o no en mi proyecto vital.
En la vida humana hay que contar con un sin número de situaciones, sociales y personales que pueden obstaculizar el ejercicio de la autonomía y la autodeterminación como concreciones de libertad. No obstante, aunque no seamos más que simples mortales recluidos en una habitación a oscuras, siempre buscaremos la libertad.
Es este espíritu de libertad, que debemos alimentar en nuestro interior, el que, descubriendo y superando las numerosas alienaciones que continuamente nos amenazan, impulsa infatigablemente el combate por la liberación personal y social.
Por lo anterior, afirma el filósofo francés John Stuart Mill, que “la única libertad que merece ese nombre es la de perseguir nuestro propio bien a nuestra manera mientras no intentemos privar a los demás del bien que es suyo (...) Cada uno es el mejor guardián de su propia salud física o espiritual”[1].
De esta forma es que se concreta lo que se denomina libre albedrío, como aquella capacidad de poder elegir y tomar nuestras propias decisiones, decidir nuestro camino. Toda opción, cuando es lúcida, se impone a la fatalidad, a la probabilidad, a la fuerza intimidante. Trastorna los cálculos deterministas y se convierte en fuente de nuevas posibilidades. La opción es ruptura. Y al mismo tiempo es adhesión.
El uso del libre arbitrio produce costumbres y hábitos. La naturaleza se perfecciona con los hábitos, ya que éstos hacen más fácil alcanzar los fines del hombre. Se puede definir el hombre como un ser intrínsecamente perfectible, que se tiene a sí mismo como tarea. La realización de la libertad consiste, por tanto, en un conjunto de decisiones que van diseñando la propia vida y que podemos llamar proyecto vital. Vivir es ejercer la capacidad de forjar proyectos, y de llevarlos a cabo. Podríamos afirmar que la libertad moral consiste en la realización de la libertad fundamental a lo largo del tiempo según un proyecto vital.
No debemos olvidar, en todo esto que hemos venido reflexionando, que existen acciones que destructivas, degradantes, destruyen la persona como tal. Para que una acción permita el desarrollo de la persona como tal debe promover la realización del hombre en todas sus dimensiones. Deben posibilitar la búsqueda permanente de una serie de principios, valores y normas como elementos constructores de un ideal de perfección por el cual se ha optado.
[1] STUART MILL, John. Sobre la libertad. Madrid: Espasa Calpe, 1991, p. 161.